¿El mercado surge del egoísmo?

Autor: LUIS SANAGUSTÍN BALLESTEROS

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Muchos son los economistas que definen la economía como una ciencia meramente descriptiva. Así, se obvian los factores normativos, como la moral, considerándose variables exógenas al ámbito de la disciplina. Sin embargo, ¿esto siempre fue así? No lo parece en el caso del padre de la economía, Adam Smith.

El lector, con cierta razón, objetará que la visión de Smith no era demasiado optimista en cuanto a las virtudes morales. Cierto es que en su conocidísima obra, “La riqueza de las naciones”, afirmó: “no es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. La cuestión, sin embargo, no es tan sencilla.  Smith formó parte del movimiento de la Ilustración escocesa del siglo XVIII. Además, se convirtió en un reconocidísimo filósofo moral tras la publicación de su primera obra, la “Teoría de los sentimientos morales”. En dicha obra, el autor señala que “por más egoísta que se pueda suponer el hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios  que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla”.

Esta aparente contradicción en el pensamiento del economista, se popularizó a finales del siglo XIX. Sin embargo, no en vano Smith explica que el ser humano posee una capacidad innata para empatizar con la suerte de los demás. Anhelamos no ser indiferentes al juicio del resto. Buscamos, no solo ser aprobados por la sociedad, sino ser aprobables desde nuestro propio concepto de virtud. Es decir, según Smith, el deseo de mejorar nuestra condición nos impulsa a preocuparnos por la condición del resto y, por tanto, mostrar beneficencia hacia los demás. Smith observa que esta capacidad humana para  empatizar está presente en todas las sociedades. Por ese motivo, somos capaces de sufrir un alto coste con tal de ayudar desinteresadamente a amigos y familiares, incluso hasta a desconocidos. De esta forma, hayamos una relación complementaria entre la competencia y la cooperación, es así por lo que surgen instituciones de manera evolutiva que hacen posible la riqueza a la que aspiran los países. Sería este el motivo del surgimiento del mercado, el lenguaje o el derecho, todas ellas útiles herramientas para mantener el orden a partir de unas reglas comunes que moderan nuestros intereses en favor de la sociedad. Este fenómeno sería cuestionable si todos careciésemos de una conciencia, representada como un “espectador imparcial” según Smith, que nos lleve a valorar la situación del resto. Así, se refuta la supuesta contradicción que se achacaba al pensador.

Ahondando un poco más en la opinión del autor con respecto al cuestionamiento de una moral plenamente relativista, podemos observar una presunción filosófica clara. Adam Smith, siendo cristiano, fue crítico con el catolicismo. Pero, pese a ello, reconocía en su Teoría que “la benevolencia puede ser el único principio activo de la deidad (…). No es fácil concebir desde qué otro móvil puede actuar un Ser independiente y plenamente perfecto, (…) cuya felicidad es completa en sí mismo”. Claramente, afirma que la benevolencia es una cualidad humana que deriva de una naturaleza divina. Continúa la cita así, “Pero sea lo que fuere en el caso de la Deidad, una criatura tan imperfecta como el hombre, (…) cuya existencia requiere tantas cosas externas a él, tiene que actuar muchas veces a partir de numerosas otras motivaciones”. Finalmente, el padre de la economía acaba argumentando que “la condición humana sería particularmente hostil si los afectos que por la naturaleza misma de nuestro ser deben determinar frecuentemente nuestro comportamiento no pudiesen ser virtuosos en ninguna ocasión, ni merecer estima ni encomio por parte de nadie”. De esta manera, su pensamiento se asemeja a la idea del imperativo moral kantiano y a la justificación última de la ética como una cuestión metafísica.

Finalmente, he de decir que considero que la disciplina económica no debería huir de sus orígenes intelectuales. Conocer los fundamentos de la teoría económica y su clara complementariedad con otras disciplinas, como la moral, debería ser un aspecto a tener más en cuenta a la hora de formar a los nuevos economistas. Deberíamos  comprender, por fin, que existen múltiples causas que explican la ansiada “riqueza de las naciones”.

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